William Garbutt, el hombre que huía
Tal vez no fuera casualidad que las primeras imágenes de William Garbutt en Bilbao se tomaran en la estación de Achuri, mientras descendía del tren que le trajo de San Sebastián un jueves, el 28 de noviembre de 1935. El mister, llamado también «padre» del fútbol italiano, siempre estaba con un pie en el estribo. Desde que salió de Inglaterra, casi veinte años antes, su vida había sido una constante e involuntaria huida, y todavía le quedaban algunas escapadas precipitadas.
Garbutt llegó a Bilbao y al Athletic procedente de Italia. Había estallado el conflicto entre el país que gobernaba el fascismo a través de Mussolini y Abisinia, así que el entrenador, que antes había sido jugador del Arsenal, decidió no aceptar la oferta de renovación del Genoa y acudir a dirigir al Athletic, al que, tras la renuncia de Patricio Caicedo, entrenaba José María Olavarria, un directivo del club que comenzó la Liga desde el banquillo.
«Mi amigo Vittorio Pozzo me habló de venir a Bilbao, me hablo de una perspectiva bonita, encendió mi entusiasmo y aquí estoy». Pozzo le dijo que podía utilizar su nombre, como carta de recomendación, en cualquier lugar del mundo: «Mi querido Garbutt, usted es la persona más digna que he conocido en mi carrera. Si mi nombre le puede servir de referencia no dude en utilizarlo». Y Pozzo no era cualquier cosa. Había ganado, como seleccionador, la Copa del Mundo de 1934 y volvería a ganarla cuatro años más tarde.
Las explicaciones de Garbutt aparecieron en el diario deportivo Excelsius, que le recibió con un titular en inglés: «Welcome, honorable gentleman, welcome», y un largo pie de foto escrito también en la lengua de Shakespeare. La fotografía, tomada en la estación de Achuri, mostraba al entrenador inglés con los directivos Asporosa y Bengoechea, además del traductor. El club convocó a los periodistas a la llegada de un entrenador.
Pero alguno llegó retrasado. Machari, el reportero de Excelsius explicaba así su odisea: «No es que nosotros llegásemos tarde; ocurrió solamente que el tren de la una menos cuarto llegó a las doce cuarenta y cinco. En punto. Y mister Garbutt y los directivos se nos perdieron de vista. No hubo, pues, interviú».
Pero Machari insistió. En el club por la tarde, y en el hostal en el que estaba alojado Garbutt por la noche. «Vive en la Gran Vía, en la misma fonda en la que se hospedó en su tiempo mister Barnes. Una muchacha -guapa ella- nos recibe».
-¿Mister Garbutt?
-¿Garbutt? A ver, espere.
«Consulta con otra muchacha, guapa también-».
-Ah, sí, señor, un momento haga el favor.
Y por fin apareció Garbutt, y concedió la entrevista. «Somos, sabe, de Excelsius, algo así como La Gazzetta dello Sport pero de Bilbao», le dijo el reportero, que no se andaba con chiquitas respecto a la importancia de su periódico, porque si La Gazzetta organizaba el Giro de Italia, ellos hacían lo mismo con la Vuelta al País Vasco. Incluso se ofendió porque el mister comenzó a hacerle preguntas. «No nos parece oportuno ser objeto de la interviú, ya que fuimos a hacerla y no a que se nos haga».
Al día siguiente, Garbutt se presentó en San Mamés para conocer a sus jugadores. Saludó a todos y al entrenador, José María Olavarri, que dirigió la sesión a puerta abierta.
Garbutt comenzó a entrenar unos días más tarde y sus conocimientos permitieron que el Athletic volviera a ganar la Liga, la última antes del comienzo de la Guerra Civil. No volvió a Bilbao precisamente por el comienzo de la contienda. En teoría, regresó a Génova para concertar algunos partidos amistosos del Athletic para el verano, pero nunca utilizó el billete de vuelta.
Garbutt había comenzado a jugar al fútbol en su regimiento del Ejército y se hizo profesional en el Arsenal hasta que en 1912 sufrió una brutal entrada en un partido que le apartó del juego. Ese mismo año recibió una oferta para entrenar al Génova. El fútbol en Italia no era profesional ni había entrenadores; el equipo lo dirigían el capitán y el secretario del club. No podía cobrar del Génova así que le pusieron en nómina de una empresa de transportes como consultor. Se emitían facturas falsas y recibos inflados para pagarle.
Mientras trabajaba en Italia comenzó la I Guerra Mundial, volvió a casa y se enroló en el ejército británico. En las trincheras de Francia fue herido en las piernas, condecorado y licenciado. Al terminar la contienda regresó a Italia y permaneció allí hasta 1934. Hizo campeón seis veces al Génova, que le considera una de sus figuras históricas de todos los tiempos. Después entrenó a la Roma y el Nápoles, donde el club se gastó medio millón de dólares en seis jugadores y aceptó las propuestas de Garbutt: contratar un masajista y viajar en avión. Cuando el clima político ya estaba muy enrarecido, en 1934, cambió de aires y aceptó la oferta del Athletic, que era en aquellos tiempos uno de los equipos más potentes del continente, como le apuntó Pozzo, del que fue ayudante en los Juegos Olímpicos de 1924.
Dirigió al equipo en 19 partidos, consiguió el título pero regresó a Italia junto a su mujer, Anna, y María, su hija adoptada en Nápoles. Tenía otro hijo, Stuart, que vivía en Inglaterra. Emilio Colombo, el director de La Gazzetta dello Sport y presidente del Milan le contrató, aunque su mujer, aquejada de asma, se quedó en Génova.
Dos años más tarde tuvo que escapar otra vez. Con Italia en guerra contra Gran Bretaña, no tuvo más remedio que esconderse, porque se había emitido una orden de captura contra «el ciudadano británico William Garbutt», pero no le encontró salida a la clandestinidad y se entregó a los Carabinieri. Fue encarcelado en la prisión Maressi de Génova. Desde las rejas veía el estadio en el que alcanzó la gloria.
Gracias a los testimonios de Pozzo y otros amigos fue trasladado provisionalmente a un pueblo del sur, Acerno, pero en 1944 pudo escapar con su familia hacia Imola. Su situación le hizo temer por su vida, así que rompió su pasaporte y el de su mujer y tomó una falsa identidad italiana, pero en mayo de 1944, un bombardeo aliado acabó con la vida de Anna. Poco después, Imola fue liberada por las tropas polacas y británicas. Entre los militares que entraron en la ciudad, un capitán del Octavo Ejército, Stuart Garbutt, su hijo.
William Garbutt entró en una profunda depresión de la que salió gracias a la ayuda de su hija, María. Al acabar la guerra regresó a Inglaterra, pero desde Génova requirieron sus servicios una vez más. Comenzó a entrenar de nuevo, pero él mismo se dio cuenta del deterioro físico y mental que padecía. La guerra le había trastornado. Dimitió.
El club le puso un sueldo como ojeador y pagó todos los gastos médicos después de un grave accidente que sufrió al caerse de un tranvía. Cuando murió en Inglaterra en 1964, en su modesta casa de Warwick, siempre con Anna en su mente, sólo acudieron al funeral sus hijos, Stuart y María, su nuera Ivy y su nieta Joan. Las cenizas de Garbutt fueron esparcidas en un lugar llamado «el rincón de los enamorados».
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